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No los conozco ni sé dónde viven

|  agosto 21 de 2022  |

Siempre en nuestra vida se nos han presentado controversias. En esta ocasión en el evangelio podemos encontrar la frase: “No los conozco ni sé dónde viven”, la cual está dirigida a aquellos que quieren entrar a una casa que tiene las puertas trancadas. Ellos caen en un estado de tensión porque creían que el Dueño los conocía por el simple hecho de haber comido y bebido juntos. No es por el hecho de compartir una mesa que el Dueño de la casa nos conocerá. No es por solo conocer al Mesías que la salvación se nos dará. Que él nos conozca y nos abra la puerta implica mucho más. Entrar por la puerta estrecha requiere trabajo, esfuerzo y voluntad.

Somos unos desconocidos para el Señor cuando no lo proclamamos como nuestro Dios, cuando no vivimos según sus enseñanzas, cuando no nos dejamos corregir por él. Somos desconocidos cuando no nos apropiamos del mandamiento más importante que él nos ha dejado: Amar a nuestro prójimo; a aquel a quien el evangelio nos enseña a llamar hermano.

Pero, alcanzado este punto, ¿Cómo llegamos a vivir ese gran mandamiento si no conocemos quién es nuestro hermano y qué implica ser hermano?

Para esclarecer esta cuestión, debemos saber que el hermano será esa persona que está al lado nuestro, el cual puede ser nuestro vecino, nuestro compañero de trabajo o la persona que pasa al lado nuestro por la calle.

Ya sabemos quién se supone que es mi hermano, pero la realidad que nos abarca es que entre muchos de nosotros somos extraños. Así como el Dueño de la casa no conoce a quienes tocan para entrar, así tampoco nosotros conocemos a quien debemos amar. Esos hermanos que no conocemos son para nosotros unos extraños. Podemos compartir muchos espacios con ellos, por ejemplo, en el trabajo, en el conjunto residencial, en el aula de clases, en la iglesia o hasta incluso, en el comedor, pero el compartir muchos espacios no significa que no sigan siendo extraños para nosotros. No nos hemos abierto a la experiencia de pasar de extraños a hermanos, de conocer quién es esa otra persona, sus gustos, alegrías, tristezas, o por mínimo que sea, su nombre.

Bien es sabido, obviamente, que es imposible conocer a las distintas personas que son extrañas para nosotros, pero lo que sí es posible es no tratarlas como extrañas. Y, ¿qué es no tratarlas como extrañas? Es verlas sin la barrera de la raza, color, sexo, ideología o grupo. Tratarlas como extrañas también será alejarlas porque lo extraño puede llegar a generar miedo a causa del desconocimiento.

Otra causa por la que no me intereso por acercarme al otro es porque lo veo como alguien inferior. No debemos caer en lo que caía la laguna que en una noche viendo reflejada la luna en ella, pensó que ella era lo más grande que había porque podía contener a la luna en su reflejo. Y, mientras pensaba esto, corría alrededor de ella un ratón que decía para sí que la laguna estaba equivocada. Ella no era lo más grande que había, él, el ratón, era lo más grande porque en su pequeña pupila podía contener tanto a la luna como a la laguna. Pero mientras el ratón se enorgullecía de ser lo más grande que había, llegó una lechuza, lo cazó y se lo comió. La lechuza pensaba y se vanagloriaba con el hecho de creer que ella era lo más grande que había, ya que podía contener en su estómago tanto a la luna, como a la laguna y al ratón.

Ante los ojos de Dios todos somos iguales, y es esto lo que implica ser hermano: a pesar de no conocernos, no debemos tratarnos como extraños, como alejados los unos de los otros, sino reconocer que en nuestra gran diversidad todos somos hijos del Dios único y verdadero. Todos hemos optado por seguir un mismo ideal, un mismo camino, por el cual los primeros pueden ser los últimos y los últimos los primeros. No estamos en una carrera por caerle bien a Dios, por entrar de primeros por esa puerta estrecha.

Queridos hermanos, no caigamos en el error de creer que, porque hemos estado compartiendo distintos espacios y momentos con las otras personas ya las conocemos y ya somos hermanos. No, el ser hermanos implica trabajo, esfuerzo, corregir y dejarnos corregir, el ser hermanos significa no tener miedo de crear lazos.

Pidamos que, por la intercesión de Nuestra Madre, la Virgen María, podamos tener esa capacidad de llegar más allá de las barreras que nos separan, de no excluirnos, de poder cosechar, como lo dice la segunda lectura, el fruto de la justicia que es la paz: una paz con el hermano. Puede que no compartamos con él, pero al menos podremos no excluirlo ni alejarlo. Podemos tener la capacidad de sentarnos al lado de él en un lugar común, para que al final el Dueño de la casa pueda decir que sí nos conoce y sabe dónde vivimos, así como nosotros conocemos y sabemos quién es nuestro hermano.


Fray Daniel Felipe Sánchez Bustos, O.P.

  • Cursa tercer semestre de la licenciatura en filosofía y letras de la Universidad Santo Tomás.

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