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A la manera de Dios

|  agosto 01 de 2021  |

Cada día miles de hombres y mujeres trabajan y se esfuerzan por estar sanos y por comer lo necesario. Esta preocupación por la comida o por evitar estar enfermos, son propias de la especie humana y se encuentran íntimamente relacionadas entre sí. En muchas ocasiones, se suele reprochar a aquel que no vela por una buena alimentación, asumiendo que está descuidando su salud; de la misma manera que nos conmueve el dolor de tantas personas que sufren a causa de los malestares acaecidos en el cuerpo, o de muchas otras que padecen el flagelo del hambre. En múltiples sentidos estas dos preocupaciones están latentes en la vida de todo ser humano y de diversas formas se vale para resolverlas. 

En este domingo, la Liturgia de la Palabra hace presente esta preocupación a lo largo de los textos. En el libro del Éxodo, el pueblo hebreo en el desierto siente hambre y se lamenta de haber dejado atrás aquello que, aunque en condiciones esclavitud, al menos les proporcionaba un mínimo de seguridad. Por su parte, en el evangelio también encontramos a una multitud hambrienta, que va detrás de Jesús con miras a que se repita aquel acontecimiento donde todos comieron hasta hartarse.

En el desierto, Dios interviene directamente. El Señor fue providente con aquel pueblo hambriento y sació su hambre con dátiles del desierto, una bandada de codornices y un néctar de ciertas plantas que crecen en tan inhóspita región. Sin embargo, a pesar de ver con sus propios ojos que el Señor había sido providente, los israelitas se atrevieron a cuestionar la acción de Dios diciendo ¿Qué es esto? Esta intervención divina les ha parecido extraña, incluso cuando les ha colmado de bienes. Pidieron comida para saciar su apetito, pero querían ser saciados a su manera, no a la manera de Dios.

Errores parecidos reprocha Jesús a la turba que fue en su búsqueda cuando se encontraba en Cafarnaúm. Tal vez el pueblo pretendía ver en Jesús a un nuevo Moisés que hiciera caer pan del cielo, y así, experimentar lo mismo que sus antepasados, pero se encuentran con un Jesús que les confronta. Uno podría pensar que la actitud de Jesús es contraria a la compasión que sintió cuando multiplicó los panes y los peces, puesto que comer y estar sanos son dos necesidades que los seres humanos desean suplir a toda costa; incluso, Él mismo experimentó el hambre y la sed. Más allá de eso, lo que Jesús pretende realmente es que su pueblo comprenda que, si bien hay merito en querer sobrevivir, hay mucha más gloria en querer salvarse, en ganar la vida eterna. Jesús les pide trabajar por el alimento que da vida eterna, ese alimento por el cual nunca más tendrán hambre ni sed. Aquel que es alimento de salvación, porque todo lo demás llegará por añadidura.

¿Qué nos dice todo esto? Hermanos, vivimos tan afanados por procurar la comida, el vestido, la salud, la buena imagen, que nos olvidamos de lo realmente importante: creer en Jesús. Pretendemos de mil y una forma alcanzar el bienestar a toda costa, olvidándonos de la Providencia Divina y haciéndola extraña a nuestra cotidianidad, incluso cuando nos es favorable. ¡Cuántas veces buscamos a Jesús no por ser Jesús, sino por aquello que nos pueda otorgar para nuestro bienestar! Buscamos las cosas de Dios en cuanto representan ventajas o necesidades mediatas y temporales.

Vivimos, como dice san Pablo, en una vaciedad de criterios, cuando nos lamentamos incesantemente de la Providencia Divina, cuando nos estorba el actuar de Dios, cuando sollozamos por haber perdido supuestas seguridades por seguir el camino del Señor, tanto así, que llegamos al extremo de asignarle a Dios un lugar y un tiempo preciso en el día, o peor en la semana, porque lo consideramos demasiado intrusivo en nuestras vidas. Eso es lo que hoy precisamente Jesús quiere hacernos cambiar, que podamos entender que Él es la Palabra Providente del Padre, que ha venido a alimentarnos de su amor, a colmar todas nuestras expectativas, a hacernos hombres y mujeres capaces de creer en que Dios actúa constantemente en el existir humano, pero a su manera, que es sin duda la mejor para cada uno de nosotros. No se trata de una mísera resignación, sino más bien de una confianza plena en que mi vida y tu vida están en pro de lo que Dios ha querido para cada uno de nosotros, que no es otra cosa que la salvación, puesto que Dios vive al pendiente del cuidado de nuestras vidas.

Jesús hoy nos pide no dividir nuestra vida entre lo sagrado y lo profano, todo lugar de este mundo puede convertirse en un espacio de encuentro con el Señor; el velo fue rasgado, no hay lugar para división alguna que nos impida entrar en intimidad con Jesús, que nos obligue a renunciar a Él y a su primacía en el corazón de cada uno. También nos recuerda que, la fidelidad al pasado no significa encerrarnos en las cosas antiguas y no aceptar la novedad, sino que consiste realmente en aceptar lo nuevo que llega a nuestras vidas como el fruto de lo sembrado en el pasado.

Es imposible no pensar que a Dios no le preocupa nuestro bienestar, puesto que muchas veces, él mismo se ha encargado de proveernos de lo que necesitamos, como a las aves del cielo o a los lirios del campo, lo que Él nos pide es no anteponer esos menesteres a la necesidad fundamental que debemos poseer, que es justamente saciarnos del pan de vida, de Jesús.

Pan que nos ofrece vida eterna, “una vida distinta de la existencia de antes” (J. Guhrt). Quien posee la experiencia de Jesús en su vida no puede vivir como vivía antes, debe sentirse persona nueva; en un cristiano no puede haber cabida para la vida vacía, la vida sin sentido y la vida entregada a los poderes de este mundo. Si no vivimos a la manera de Dios, damos paso a que los valores mundanos se adentren en nuestros corazones, cerrándole la puerta al amor, la justicia y la paz. Cuando se vive a la manera de Dios se resuelve el problema del hambre y tantos otros problemas que nos hacen infelices e incapaces de vivir en un mundo más fraterno y, asimismo, se obtienen las fuerzas para alcanzar aquello que nos proporcione bienestar.

Hermanos, los invito a que busquemos a Jesús de manera desinteresada, reconociéndolo como el único Señor de nuestras vidas, conscientes de que su actuar habrá de proveernos con todo aquello que a bien nos convenga. Que el insigne patriarca santo Domingo, quien de Dios recibió todo y en quien puso toda su esperanza, nos anime en ese encuentro íntimo con el Señor. Amén.


Fray José Ángel Vidal Esquivia, O.P.

  • Cursa quinto semestre de Licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad Santo Tomás.

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