Ser Profetas Hoy
Hermanos, a lo largo de la historia del Israel antiguo podemos observar el profetismo como un movimiento, el cual se remonta, incluso, desde el s. IX a.C. con Elías, a quien se considera ‘padre de todo el profetismo’, hasta bien entrado el s. IV a.C., con el Segundo Zacarías. Aunque en Israel no se dio propiamente el nacimiento del profetismo, pues era una práctica que se llevó a cabo también en Medio Oriente y algunas zonas aledañas, lo cierto es que los profetas de esta parte del mundo se consideraron a sí mismos como portavoces de la Palabra de Dios a la vez que iniciaron, en repetidas ocasiones, tareas de reconstrucción de la Alianza divina para con el pueblo.
En medio de tradiciones sinaíticas o davídicas, los profetas anunciaron muchas veces el juicio de Dios para con el pueblo (como en el caso de Jeremías, quien advirtió a las gentes que serían arrancadas y destruidas por la mano de Dios). Los profetas también proclamaron la salvación como una nueva creación, una nueva alianza, una nueva forma de proceder del pueblo por designio divino; pero no dejaron por fuera su talante crítico, por lo que se puede tener a consideración los siguientes aspectos en medio de su actuar:
Los profetas, pues, tuvieron una fructífera actividad anunciadora en variados contextos de esta historia de Israel, por lo que podemos entender, trayendo a colación sólo unos pocos ejemplos, que:
Así, pues, la función de los profetas, en términos generales, se caracteriza por los siguientes aspectos:
Ahora bien, haciendo un salto histórico, después del destierro el movimiento profético dejó de abordar los temas de la lucha por la justicia social y la pureza en la fe para dedicarse más a la santidad de Dios y la observancia de la ley, misma que cuando se absolutizó, dio paso al surgimiento de los grupos fariseos, saduceos y esenios, dedicados a la guarda de la ley, siendo el ocaso de la profecía. Es por esto que, en el tiempo de Jesús, el pueblo ya no estaba acostumbrado a tener entre su gente a ningún profeta, por lo que era una figura inexistente en la realidad de dicho momento.
Y al mejor ejemplo del profeta Ezequiel, propuesto en la primera lectura, a Jesús también le tocó un pueblo de corazón obstinado e incrédulo que, entre otras cosas, eran sus paisanos, la gente de su tierra natal. El evangelista Juan (1:10-11) dice: “Aquel que es la Palabra estaba en el mundo y, aunque Dios hizo el mundo por medio de él los que son del mundo no lo reconocieron. Vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron”, se adecúa perfectamente a este pasaje de Marcos que nos muestra la estadía de nuestro Señor en su tierra natal.
Estas personas que lo vieron desde niño, de seguro habían escuchado todas las maravillas que uno de los suyos había venido obrando desde hace tiempos en territorios vecinos y ahora lo tienen cerca, en su propia zona. Aun reconociendo sus enseñanzas, su sabiduría, su estilo de vida y conductas ejemplares lo rechazan, ¿por qué? Quizá sea por el hecho de estar asombrados que este hombre ordinario, al que llamaban como el carpintero, del que conocían su parentela, pudiera alcanzar tal sabiduría; por ello decían: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”
Jesús, admirado y quizá adolorido en su corazón por la falta de fe de sus paisanos, sigue adelante y no ahonda en convencerlos, pues sus mentes están cerradas y sus corazones endurecidos; sólo les dice: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». Por esto en Nazaret sólo curará algunos enfermos, pero ningún milagro pudo realizar. En medio de tan tremenda actitud negativa de estas personas, Jesús hoy nos enseña que: no nos debemos desanimar en nuestra misión de predicadores del Evangelio aun en medio de rechazos, injurias y hasta persecuciones.
Ahora bien, nuestra vida, como predicación integral para el mundo, no puede reducirse en el asistencialismo social ni en romper la relación entre nuestra creencia religiosa y la ayuda a los más indefensos; sino que debe estar abierta a la actuación en diversos ámbitos: nuestro grupo familiar y de amigos más cercanos hasta pueblos y periferias alejadas en medio de los cuales ejerzamos nuestra vida cristiana como ejemplo de acción profética actual.
Es por esto que debemos pedirle a Dios, con humildad y confianza, nos ayude a:
– No temer en los momentos duros de la vida.
– A ser fuertes, coherentes, sencillos y transparentes cuando estemos en nuestros lugares de origen, en medio de quienes nos vieron crecer, de todos aquellos que conocen a nuestra familia.
– Que podamos construir un pensamiento crítico, cristiano, certero y claro sobre las realidades problemáticas de nuestra vida personal, conventual y social.
– Quitar el velo que cubre nuestros ojos y no nos permite ver que el pobre, el hambriento, el desnudo, el enfermo, el marginado son el rostro de Jesús (Mt 25, 35).
– Que podamos ser instrumentos de denuncia contra las injusticias surgidas entre clases sociales, que generan divisiones y abusos entre las personas.
– Que podamos ser cooperadores en la construcción de un mundo más equitativo.
– Que seamos apoyo de los más necesitados para, junto a ellos, hacer frente al miedo, a la exclusión y a los abusos.
– Que nunca dejemos de anunciar que sí es posible un mejor horizonte humano, dando esperanza a los corazones sin aliento, destrozados, sin fuerza para caminar por el desierto y el destino adverso.
Fray Jaider Jiménez Yacelly, O.P.
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