Como cristianos, todos los días de nuestras vidas invocamos la presencia divina de la Santísima Trinidad. Hoy, cuando la iglesia nos invita a celebrar esta festividad que se convierte en el centro de nuestra profesión de fe, los motivo a reflexionar sobre lo que implica pronunciar con nuestros pensamientos y palabras el nombre de las tres personas divinas todos los días de nuestra existencia.
A veces decimos cosas por costumbre, otras tantas por comodidad, y algunas cuantas por respeto u obligación; sin embargo, cuando pronunciamos las palabras de la Trinidad para protegernos y encomendarnos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, lo hacemos con una noble intención, la de entregar a Él nuestro trabajo, nuestras acciones y nuestro día en general.
Seguramente todos los días al levantarnos, salir de nuestra casa, cuando vamos pasando por una iglesia o cerca de una imagen de la virgen, e incluso, cuando nos encontramos con nuestros padres, nos santiguamos, nos protegemos, custodiamos y ofrecemos ese momento a la Trinidad por medio de la señal de la cruz en nuestros cuerpos y de la recitación del nombre de las tres Divinas Personas.
Pero, ¿qué implica santiguarnos y pronunciar el santísimo nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? No podemos caer en el peligro de la rutina y de la adaptación involuntaria de nuestros actos, y más, cuando se trata de algo sagrado como el nombre Divino de Dios. Cada vez que nos santiguamos, no solo estamos pronunciando un simple sonido, sino que nos estamos comprometiendo como hijos que Dios a tratar de vivir coherentemente con el evangelio de Cristo.
Así, cada uno de los nombres de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deben implicar una acción diaria en nuestra vida. No es solamente santiguarnos, sino esforzarnos por vivir las virtudes perfectas de Dios manifestadas en la Trinidad Santa.
Cuando nos santiguamos en el nombre del Padre, nos estamos comprometiendo, al igual que Él, a vivir en el amor y en la caridad hacia los demás. El Padre creó al mundo por amor, y por esta misma motivación nos redimió a través de su Hijo. Al final de nuestros días seremos juzgados por el amor, por el amor que hayamos dado y ofrecido desinteresadamente a los hermanos que la vida nos ha regalado como complemento. Por eso, después de invocar al Padre, debemos unir nuestros esfuerzos para que lo único que salga de nuestro corazón para los demás sea amor; el amor de Dios que hemos recibido, lo debemos dar a todos con quienes nos encontremos durante el día.
Cuando nos santiguamos en el nombre del Hijo, estamos diciendo al mundo que nos comprometemos a sacrificarnos por causa del evangelio y de Jesús durante el día y las horas del mismo. Estamos reconociendo que queremos negarnos a nosotros mismos, negar nuestras pasiones, voluntades desordenadas y apetitos maldadosos que a veces tenemos en nuestro corazón. Jesús se sacrificó en la cruz para nuestra salvación. ¿Por qué no sacrificar nuestras pasiones y pecados para mostrar dignamente la presencia de Dios en nuestras vidas todos los días?
Finalmente, cuando nos santiguamos en el nombre del Espiritu Santo, nos estamos comprometiendo a ser consuelo en medio de las penas del mundo y alegría en medio de las tristezas oscuras que muchos hombres viven a causa de la esclavitud del pecado. Así como el Espíritu Santo consuela nuestras almas para continuar nuestro camino hacia el cielo, de la misma manera, estamos comprometidos a ser testimonios vivos de la alegría del evangelio, consuelo de los afligidos y luz en las tinieblas del mundo.
Que, en este día, la Santísima Trinidad nos de la gracia de ser conscientes de aquello que pedimos y por lo que nos estamos comprometiendo cada vez que la invocamos. Dar amor sin medida a cuantos los necesiten, sacrificarnos en nombre de Jesús para resistir al pecado, y consolar a través del servicio y la caridad a cuantos en el mundo exigen un signo visible de la existencia de Dios.
Que María Santísima interceda por nosotros para ser ejemplos vivos de la vivencia de la buena noticia de Jesús de Nazareth en nuestros días.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.