Carreta, carretilla o zorra de carga son vehículos a dos ruedas usada para cargar cosas que se puedan apilar. En la frontera Colombo-venezolana, sobre el puente internacional Simón Bolívar de Cúcuta, se movilizan centenares de carretillas cargadas de mercado, maletas y productos pesados que deben atravesar de un lado al otro. En esas carretas, por más oxidadas, ruidosas, envejecidas y destartaladas que se encuentren, no solo se transportan ‘cosas’ migrantes, sino que allí podemos vislumbrar reverberado en los rostros de quienes las conducen, la ‘salvación’ a sus necesidades más urgentes, en ellas van la solución y última esperanza a los situaciones problemáticas que les están atormentando.
La cuna, en la cual fue depositado Jesús de Nazaret al nacer, no fue un lugar suntuoso ni ostentoso, lleno de comodidades o adornos acordes a la dignidad de, nada más ni nada menos, el Hijo de Dios. La madre del Maestro, al dar a luz a su primogénito, “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada” (Lc 2, 7). Un pesebre, un lugar pensado y adaptado para acoger a animales, fue el espacio que recibió al ‘Dios con nosotros’. Nadie en todo Belén les quiso acoger, todos perdieron la posibilidad de dar posada al Salvador del mundo.
El pesebre de Belén, como las carretas de Cúcuta, es un lugar teológico de Salvación. Por más indigno que se presentara ese lugar para el nacimiento de cualquier ser humano, Dios se valió de la sencillez del mismo para hacer su obra redentora en medio de nosotros. Y así como las carretillas oxidadas de la frontera Colombo-venezolana transportaba esperanza renovada para el pueblo, el pesebre de un mísero pueblo como Belén, ha acogido a la ESPERANZA, recordándonos una vez más que “Dios escribe sobre renglones torcidos”.
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