El tercer camino que propuso el Papa Alemán es la fe. Ella conduce al conocimiento y al encuentro con el Dios que se hace el encontradizo. La fe en este caso no es una fórmula mágica, que el creyente deba pronunciar para solucionar las dificultades que le presenta la vida cotidiana. Quien cree, está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. La fe es la forma como el hombre se sitúa firmemente ante toda la realidad, forma que no se reduce al saber ni que el saber puede medir. La fe es encontrar un sentido que me sostiene aún en medio de todas mis carencias.
Ahora bien, a los caminos que acabamos de describir yo le agrego uno más: los pobres. Este camino tiene mucho que ver con el amor al prójimo. Y al seguimiento en la vida consagrada pertenece necesariamente el amor al prójimo, amor que, al provenir del crucificado, hace posible descubrir el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles y necesitados. El discípulo del hijo de María puede verlo sin dificultades en ellos; materializa su amor por él sirviéndoles, acogiéndoles y estando con ellos. Pero nosotros como consagrados podemos reconocer a Jesús en estas personas solo si ya hemos contemplado su rostro en el misterio de la Eucaristía. En ella contemplamos a aquel que ha sido traspasado, golpeado y humillado, con la cabeza llena de sangre y heridas. En las calles contemplamos a aquellos que han sido rechazados y denominados “desechables” de una sociedad consumista y utilitarista. En la Eucaristía Cristo se hace pan partido y compartido. En las calles, nosotros consagrados, debemos com-partirnos con estos hermanos nuestros.
Frente a este panorama, existen un par de tentaciones en las cuales podemos caer fácilmente. La primera de ellas es entender el servicio a los pobres como una lucha política e ideológica, pensando que la preocupación de la iglesia por los marginados es algo nuevo, olvidando que desde siempre han sido los más necesitados quienes han estado en el corazón de los discípulos de Jesús, y que la misión social de la Iglesia sobrepasa cualquier interés político. El Reino de Dios no es una construcción política que deba ser efectuada por nosotros, sino don de Dios que no podemos forzar. Sin embargo, si es nuestra tarea recorrer el camino del seguimiento en clave de servicio, por cuánto el amor que no se da a Dios más allá de lo material no conduce a Dios y no se orienta hacia su rostro, siempre da menos.
La segunda tentación es acomodarnos a unos rituales vacíos que no trascienden más allá de los muros del templo. El culto siempre debe sobrepasar a la acción litúrgica. El culto abarca el orden de toda la vida humana. Es decir, la belleza de nuestras celebraciones debe ser reflejo del amor al prójimo y en especial de nuestra entrega hacia los más pobres; la liturgia debe inspirarnos a salir al encuentro de los demás. Cuando la relación con Dios es correcta, todas las demás relaciones – las de los hombres entre sí y las que lo ponen en contacto con el resto de la creación- pueden estar en orden. El amor al prójimo y el culto son anticipación de aquello que en este mundo mantiene la esperanza. Ambos aspectos alimentan la esperanza de aquel que está en busca del rostro de Dios, le hacen reconocer cuál es la verdadera salvación y cuál la verdadera satisfacción.
Finalmente, me gustaría traer a la memoria las Palabras del poverrelo de Asís: “El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo” (Testamento 1-3). En definitiva, practicar la misericordia para con los más necesitados nos pone de frente hacia Dios y hacia los hombres, transforma nuestra manera de pensar y combate el endurecimiento del corazón.